La creación de la vida en tiempos de despojo permanente
Aura Cumes, maya kaqchikel
Porque faltando en estas tierras los indios, todo falta
(Viajero durante la colonia, CEUR, 1996).
En febrero del año 2024 se cumplen 500 años de la invasión de este territorio maya y xinka por parte de los reinos de Castilla y Aragón, hoy España. Como sabemos, España y Portugal abren un tiempo colonial a finales del siglo XV, que es seguido por los británicos, franceses, y demás imperios europeos que se reparten los territorios de Abiayala, África y Asia. La existencia de Europa, no se entiende sin la violencia y el saqueo colonial que ocasionaron. Para el caso de este territorio, hoy llamado Guatemala, el siglo XVI, o más concretamente el año 1524, marcó el inicio de un proceso de colonización, española, que más adelante abrió las puertas a otros europeos y posteriormente dio lugar al imperialismo estadounidense. Colonización e imperialismo están vinculados y definen nuestra existencia hasta la actualidad.
No tendría mucho sentido hacer memoria de este evento de indescriptible violencia, si fuera algo superado, una cosa del pasado. Pero la historia no es esa. Es importante recordar que la dominación colonial es de larga duración, porque existe una caricaturización de este hecho, cuando se piensa que lo que tenemos es un resentimiento contra una España que hace tiempo se desentendió de este viejo problema. Nuestra posición no tiene nada que ver con esa caricaturización que proviene de quienes disfrutan del privilegio colonial o de quienes, siendo sus víctimas, han interiorizado tal narrativa.
Los colonizadores introdujeron la idea que los seres humanos debían ser clasificados jerárquicamente en especies, castas o razas. Así, el racismo se convirtió en el principio organizador del sistema colonial; funcionó como un recurso de poder que dio por hecho la existencia de supuestas razas superiores e inferiores. Las pretendidas razas superiores (españoles, europeos y sus descendientes) encontraron, de esta manera, la justificación para apropiarse de la vida de las supuestas razas inferiores («indios» y «negros»). La violencia colonial patriarcal dio lugar al surgimiento del mestizaje, ordenado mediante una obsesiva lista de clasificaciones, diluyéndose en el siglo XIX en la categoría racial anti-indígena: «ladinos».
Un giro ontológico violento convirtió en «indios» a gran cantidad de habitantes que conformaban una pluralidad de pueblos. Ser «indios» significaba, lo quisiesen o no, formar parte de masas cuyas vidas dejaba de pertenecerles para tener un dueño. Los pueblos originarios no aceptaron un sometimiento automático, por lo tanto, el sistema colonial aseguró la obediencia mediante la muerte selectiva ejemplificante y el genocidio. Los colonizadores usaron la violencia, desde entonces como el recurso por excelencia para hacer caminar la maquinaria colonial. Se calcula que en los inicios de la colonización había dos millones de habitantes en estos territorios, pero cien años después (1600) había escasamente cien mil personas; el 95% de la población había sido exterminada (CEUR, 1996, p. 2).
En los primeros tres siglos de colonización, la vida de los españoles y criollos dependía absolutamente de los indígenas. En distintas crónicas coloniales encontramos notas como las siguientes: «[…] Porque faltando en estas tierras los indios, todo falta» (CEUR, 1996, p. 2). «[…] Y pereceríamos ciertamente si diariamente no nos trajeran lo necesario para vivir» (Ibid.). «Ellos son el descanso de las demás clases sin exclusión: ellos son los que nos alimentan surtiéndonos de lo necesario […]» (Ibid.). Por ello, era vital para los colonizadores controlar la vida indígena, decidir cuándo matarlos y cuando dejarlos vivir.
Después del genocidio ocurrido en el primer siglo, los colonizadores impusieron un control de la natalidad para aumentar el número de «indios», muy parecido a lo que ocurrió con los esclavos negros en las haciendas estadounidenses. Según Ángela Davis, las niñas negras eran vistas como «paridoras» de la mano de obra esclava. «Naturalmente, los propietarios de esclavos procuraban asegurar que sus «paridoras» tuviesen niños con tanta frecuencia como biológicamente fuera posible» (Davis, 2001, p. 17). El cronista Tomas Gage (1979) y la historiadora Pilar Sánchiz (2012), documentan que, se provocaban matrimonios entre niñas y niños indígenas a partir de los doce años de edad, con el fin de aumentar el número de tributarios, provocando cambios abruptos en la manera de concertar los matrimonios entre indígenas. De la misma manera, los colonizadores casaban a esclavos negros con mujeres indígenas para aumentar el número de esclavos, pues las mujeres indígenas «libres» que se casaban con esclavos negros automáticamente se convertían en esclavas, lo mismo que sus hijos.
Después de trescientos años de un despojo extremo múltiple y permanente, la calidad de vida de niñas, niños, mujeres y hombres indígenas estuvo caracterizada por un deterioro profundo y constante (Lovell, 1990, p. 126). Generación tras generación, la vida de las familias indígenas había sido sacrificada para la vida ostentosa de las familias españolas, criollas y, luego, ladinas. Con la independencia de la corona española, en el siglo XIX, las élites buscaron olvidar convenientemente que la riqueza y su forma de vida era el resultado de tres siglos de robo sistemático. En cambio, usaron nuevamente el racismo para argumentar que su condición de opulencia se debía a que eran «razas superiores» y, por ello, «diligentes», mientras la condición de empobrecimiento indígena se debía a la «degeneración de su raza», a su «indolencia» en tanto «inferiores». Decía el cronista Cortés y Larraz (CEUR, 1996, p. 2), que Guatemala era bien conocida por su «baratura» y cómodo vivir para el grupo criollo. Pero a la par de estos evidentes hechos, se manejaba un discurso que negaba la riqueza generada por los indígenas, achacándoles las peores limitaciones humanas.
Quienes repiten las narrativas criollas, argumentan que la colonización terminó en 1821, con la «independencia». Y esto nos remite a la continuidad del lenguaje encubridor de la colonización. No finalizó el sistema colonial, puesto que españoles y criollos no se fueron, se quedaron y construyeron el Estado para gestionar la riqueza acumulada durante tres siglos, al mismo tiempo que llamaron a nuevos europeos para iniciar un nuevo ciclo de colonización. Así, la asamblea legislativa decretó el 29 de abril de 1834, una ley que promovía la colonización de las Verapaces, Livingston y Santo Tomás. «Como incentivo se otorgaba concesiones de tierra, monopolios de corte de maderas finas, navegación de lagos y ríos, pesquería y privilegios de explotación mineral, exención de impuestos…», a extranjeros del norte de Europa (Warner, R., 1991, p.17).
Al igual que en la época conocida oficialmente como colonial, en la época republicana el progreso de criollos y ladinos solo pudo conseguirse mediante el despojo de la vida y de los bienes de las comunidades, familias y personas indígenas. El Estado se erigió como guardián de los grandes capitales acumulados por el despojo múltiple y sistemático de los pueblos indígenas. Por ello, los pueblos Indígenas no vivimos gracias al Estado, sino a pesar del Estado. La economía colonial ha funcionado succionando la vitalidad de generaciones y generaciones de familias indígenas por medio de sistemas, como las encomiendas, repartimientos, endeudamiento en las haciendas, siembra de milpas para el pago de tributos colectivos, robo de tierras y territorios, trabajo forzado en las fincas, en las iglesias y en las casas particulares.
El despojo a las mujeres indígenas, se duplica y triplica. Durante estos 500 años, su vitalidad fue despojada al convertirlas en sirvientas para criollos y ladinos, nodrizas de la niñez criolla, molenderas para las casas y haciendas criollas y ladinas, tejedoras obligadas, trabajadoras de fincas, etcétera. Si, bajo la división racial del trabajo, tanto hombres como mujeres indígenas fueron despojados infravalorando su aporte al pagarles lo menos posible, la división sexual del trabajo legitimaba un despojo mayor a las mujeres indígenas.
Hay gran cantidad de ejemplos para ilustrar lo anterior, cuando las familias indígenas, fueron llevadas obligatoriamente a las fincas en el siglo XIX, durante un largo tiempo, se pagó un solo salario, el salario del hombre por el trabajo familiar. Cuando se decidió pagar a las mujeres, sus salarios fueron calculados de acuerdo a su «valor racial y sexual», en algunos casos se les pagó la tercera parte que a los hombres y en otros casos, la mitad. Los finqueros tampoco se sentían obligados a pagar el trabajo de niñas y niños. ¿Quién se benefició del trabajo que no se pagó a generaciones y generaciones de mujeres, niñas y niños?
El racismo se convirtió en el principio organizador del sistema colonial, como el sexismo lo fue para el patriarcal, y ambos lo han sido para el capitalismo. Por ello, estos tres sistemas han operado de manera conjunta, haciendo del despojo un problema de gran densidad y con alta capacidad para invisibilizarse. No hay capitalismo sin racismo y sin sexismo, como tampoco hay colonialismo sin capitalismo y patriarcado, ni patriarcado sin colonialismo y capitalismo. Cada uno de estos sistemas se erige creando seres despojables, el capitalismo lo hace con los pobres, el colonialismo con los «indios» y el patriarcado con las mujeres. Y tal como lo han hecho con los otros seres humanos, los tres sistemas cosifican y mercantilizan lo que han nombrado como naturaleza y Madre Tierra.
Una idea muy extendida actualmente es aquella que sostiene que los indígenas no pagamos impuestos, que vivimos de los recursos del Estado y que son los habitantes de las ciudades los que sostienen nuestra existencia. Por el contrario, uno de los rasgos característicos de los pueblos mayas en Guatemala ha sido su sorprendente capacidad de sobrevivir, habiendo sido forzados a alimentar la vida de sus verdugos. Propongo que los pueblos indígenas continúan vivos gracias a la autorregulación de su vida, a la autonomía sostenida en estos cinco siglos en medio del despojo y de la violencia colonial. Para comer han tenido que cultivar sus alimentos, para vestirse han tenido que tejer su ropa (especialmente las mujeres), para resolver sus conflictos han tenido que echar mano de su propio sistema de justicia. Para que las generaciones nazcan han sido vitales las comadronas, porque si nuestra vida dependiera del sistema de salud, hoy fuéramos menos y quizás ya hubiéramos desaparecido.
Así, el Estado guatemalteco y las élites económicas y políticas tienen una deuda de quinientos años con los pueblos indígenas. ¿Cuánto se les debe a los pueblos indígenas por los quinientos años de robo colonial? ¿Cuándo se debe a los pueblos indígenas por el trabajo forzado bajo la legitimidad del Estado? ¿Cuánto se les debe a las comunidades indígenas por las atrocidades cometidas durante la época del genocidio cometido entre el período de 1960-1996? Aunque esa deuda de cinco siglos se cuantifique, jamás podrá pagarse el robo de la vida de múltiples generaciones de familias indígenas. Sin embargo, reconocer tal despojo, debe servir para detenerlo, pero al mismo tiempo para retornar a las comunidades indígenas, un poco de lo mucho que se les ha quitado, debido al empobrecimiento y empobrecimiento extremo que les ha causado. Pero esto no ocurre, por el contrario, el despojo continúa a través de los proyectos extractivos, el turismo, la precariedad laboral en fincas, fábricas, casas particulares y en la infravaloración de todo lo que producen las comunidades indígenas.
Se están cumpliendo cinco siglos de la invasión colonial, pero también cinco siglos de lucha permanente, que es preciso rememorar. Este es un momento para desvelar los relatos coloniales que encubren el robo de nuestra vida, mediante los cuales nos han obligado a ver a nuestros verdugos, cual si fueran nuestros salvadores. Incluso, la visión colonial nos lleva a colocar como aspiracional la vida de los criollos y ladinos. ¿Cuál es nuestra aspiración? ¿Queremos imitar a quienes para vivir han asesinado, esclavizado, robado y despojado? O por el contrario, podemos dialogar con nuestras formas de vida, aquellas que nos han permitido vivir, en medio de la depredación. Tenemos mucho que aprender de nosotros mismos, reflexionar sobre aquello que nos ha dado la vida, defender lo que nos ha posibilitado la vida, porque ello podría seguir garantizando nuestra existencia.
Referencias y bibliografía
CEUR. (1996). El régimen colonial y la formación de identidades indígenas en Guatemala (1524-1821) Boletín No. 29. Guatemala: Centro de Estudios Urbanos y Regionales. Universidad de San Carlos de Guatemala.
Davis, Á. (2016). Mujeres, raza y clase. Akal Cuestiones de antagonismo. 3ra, edición. España.
Gage, T. (1979). Los Viajes de Tomás Gage en la Nueva España. Volumen 7. Guatemala, Centro América. Guatemala: Biblioteca de Cultura Popular 20 de Octubre, Editorial José Pineda Ibarra, Guatemala.
Lowell, G. W. (1990). Conquista y cambio cultural. La sierra de los Cuchumatanes de Guatemala 1500-1821. Antigua, Guatemala: CIRMA, Plumsock Mesoamerican Studies South Woodstock, Vermont USA.
Sánchiz Ochoa, P. (1989). «Españoles e indígenas: estructura social del valle de Guatemala en el siglo XVI». En Stephen Webre, editor, La sociedad colonial en Guatemala: estudios regionales y locales. Serie Monográfica: 5. Antigua, Guatemala: CIRMA.
Wagner, R. (1991). Los Alemanes en Guatemala 1828-1944. Guatemala: IDEA, la Universidad en su Casa. Universidad Francisco Marroquín.
Nota: Este artículo fue publicado íntegramente en el libro Pueblos Originarios frente al racismo. 500 años de lucha anticolonial en defensa de nuestros territorios» (2024).