Aj Pasya’: Memoria de las voces kaqchikeles acalladas en las masacres de Patzicía de 1944

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Aj Pasya’: Memoria de las voces kaqchikeles acalladas en las masacres de Patzicía de 1944 
Ixmukane Choy, maya kaqchikel

Buenas tardes a todos. Voy a empezar agradeciendo a las energías de nuestros linajes, por su lucha y resistencia.

Esta ponencia que preparé para esta tarde, la he titulado «Aj Pasya’: Memoria de las voces kaqchikeles acalladas en las masacres de Patzicía de 1944». La he pensado también como una rememoración a la vida y a la muerte de aquellos hombres kaqchikeles que en la primera parte del siglo XX, al igual que lo han hecho siempre nuestras ancestras y nuestros ancestros, levantaron la voz ante los sistemas de opresión, como un reclamo histórico para recuperar los medios que garantizan la vida en comunidad. Creo que las masacres de Patzicía de 1944, se enmarcan en las discusiones acerca de la continuación del genocidio, desde los inicios del colonialismo en Guatemala (1524) hasta el presente.

Quisiera leer un breve relato, que también fue leído en el parque de Patzicía, en una de las conmemoraciones de las masacres. Luego, voy a dar paso a algunas reflexiones para continuar hablando de lo que los dos compañeros ponentes han estado conversando el día de hoy.

En la primera parte del siglo XX, los kaqchikeles de Patzicía reclamaron un espacio de expresión política, la recuperación de las tierras en la zona de Nejapa y las tierras de B’alam Juyu’, así como la lucha contra la discriminación y el racismo dentro y fuera del municipio. 

Así, la revolución de 1944 se vivió diferente en el pueblo de Patzicía, pues el 22 de octubre como a las cinco de la tarde, ladinos e indígenas se enfrentaron en el parque. Fue allí, donde se sabe, ocurrieron las primeras muertes de personas indígenas; luego, los ladinos reunidos en una casa fueron asesinados por indígenas. 

A partir de este episodio, se generó una total agitación en el pueblo; pero después, para ambas partes, vinieron silencio, sufrimiento y miedo. En medio de la noche, muchas personas y familias huyeron a otros pueblos y, aún hoy día, siguen resintiendo el tiempo que los llevó a cambiar la vida fuera del pueblo. Otros salieron a buscar ayuda a los municipios vecinos y, en menos de cinco horas, estaban listos los machetes, las escopetas, las pistolas y no hubo punto de retorno, la rebelión había estallado y la cruel respuesta venía en camino.

Los líderes de esta rebelión indígena fueron encarcelados en la penitenciaría, que para ese entonces se ubicaba en la municipalidad de Patzicía. Días después, se ordenó el fusilamiento de aquellos subversivos responsables del levantamiento; fue así como en ese lugar las autoridades asesinaron a seis personas, y los demás hombres kaqchikeles fueron llevados a Chimaltenango.

Mientras esto sucedía, la noche del 22 de octubre fue testigo de la llegada de ladinos de Zaragoza al pueblo de Patzicía y, al amanecer del día 23, también llegaron el ejército y ladinos de Chimaltenango, Antigua Guatemala y otros municipios. Entonces, empezó la persecución. Las calles, las casas, los senderos, el monte, las montañas fueron testigos de la muerte de por lo menos seiscientos kaqchikeles.

Fue un episodio sangriento que duró cuatro días. A los subversivos se les castigó con la muerte. Las noticas en los periódicos y la versión oficial del Gobierno solo resaltaron que fue necesario el uso de la fuerza y los mecanismos del Estado para el «control de la rebelión» y, así, se justificó la represión. El racismo activa un mecanismo de fragmentación hacia la comunidad, la vida y los cuerpos kaqchikeles.

Hay relatos familiares que persisten en el tiempo, a través de ellos se cuenta que muchos hombres fueron vestidos con ropa de mujer, utilizaron el corte, el güipil y la faja de sus hermanas, madres o abuelas y hasta se pusieron aretes para no ser reconocidos; otros, salieron de su casa con sus machetes y se despidieron de su familia como presintiendo la muerte, pero persiguiendo la vida; y algunos otros cavaron hoyos en la tierra y se escondieron por varios días, como cuando se siembra la milpa con la esperanza que al amanecer florezca. Ante el terror, muchos ancianos, jóvenes y niños huyeron hacia el monte y las aldeas, donde fueron alcanzados por la furia y la muerte, pero su historia no acabó allí, porque han dejado en su lucha la esperanza hasta nuestros tiempos.

Los cuerpos enterrados en las fosas del cementerio Pachitol y entre el monte, continúan vivos en la memoria, en los relatos familiares, en las historias borradas por la nación, pero tejidos en la comunidad, porque aquí no es permitido olvidar. Rememoramos las palabras de Francisco Bajchac y sus compañeros cuando, desde la cárcel de Chimaltenango, en 1945 (un año después de las masacres de Patzicía), pedían su libertad como un acto de humanidad y reiteraban su súplica de justicia.

«Si ota’ kimaq», decía una mujer kaqchikel, al recordar los hechos de 1944. Deseamos que las palabras, las memorias, la vida de cientos de kaqchikeles ahogadas entre las montañas de Soko’ y B’alam Juyu’ regresen con tanta fuerza como la niebla que envuelve al pueblo cuando anuncia la lluvia.

Este relato es como contraparte de esa historia borrada por la nación. También es una acción, pues al hacer públicos estos procesos genocidas desde las historias borradas, implica su reconocimiento. Los procesos genocidas están vigentes, no están cerrados, no están olvidados y no se condensan solamente en hechos aislados; es necesario entenderlos para sanar los cuerpos, las colectividades, los territorios y la vida. Considero que estas muchas voces acalladas en aquellos cinco días de octubre de 1944 en un pueblo del altiplano central de Guatemala, nos invitan a reflexionar sobre cómo ese continuum del genocidio, como dice Diana Lenton,[1] se ha ido extendiendo en términos simbólicos y políticos en la medida en que se reproduce esta lógica binaria de los sistemas de pensamiento totalitarios y extractivos.

Quiero decir, que nuestras luchas como pueblos indígenas, son históricas y no coyunturales. Nuestra existencia, como pueblos indígenas, se hila con el tiempo largo, como dice Aura Cumes, pues son luchas que buscan garantizar los medios para reproducir nuestra vida. Es decir, que la tierra que nos sostiene, la vida comunal, el mundo indígena que conocemos y que constantemente estamos construyendo, la permanencia de los «ojer taq winaq’, ojer taq chixtäq», desde distintas generaciones de nuestros linajes conocidos y extendidos, que nos conectan a una historia de nuestras comunidades, que si bien están trastocadas por el sistema capitalista, también existen como tramas comunales que escapan a los relatos de la nación y del mundo moderno. Esto es así, pues, se tejen desde la heterogeneidad, desde la colectividad y desde matices locales en los pueblos indígenas en América y, en nuestro caso, en Mesoamérica.

Las masacres de Patzicía de 1944, son entendidas en el relato de la nación como un episodio en donde los indígenas en su posición de «gente menor», fueron guiados y manipulados por las autoridades y que, ante el temor a una guerra de castas, se les castigó con la muerte. De esa forma, se perpetúa la continuación de políticas genocidas que se justifican bajo la categoría que el Estado colonial-capitalista asignó a los pueblos indígenas en Guatemala. Me refiero a la condición de mozos y sirvientes. Solo podemos existir si somos mozos y sirvientes, como seres despojados que solamente encuentran guías en la modernidad. Y así, la muerte y el trauma colectivo quedan bajo el olvido de hechos aislados. Pero más allá de esta versión paternalista de los kaqchikeles guiados por las autoridades, es necesario recordar que las acciones hacia los kaqchikeles de Patzicía y los mayas en Guatemala responden siempre al reclamo histórico por la defensa de la vida y el territorio.

Finalmente, esta noción de «Aj Pasya’», si bien define a la comunidad de Patzicía para esa época, después de las masacres se convirtió en una manera de nombrar a gente rebelde o enojada. Según los relatos de los ladinos de la región y de muchas de las comunidades, había temor a una sublevación y que el Estado no pudiera someter a los indígenas si estos tomaran el control de sus territorios. Es por ello que fueron activados los mecanismos del Estado, tales como la ocupación del pueblo por parte del ejército y de civiles de muchos otros pueblos. Se llegó a ocupar el territorio de Patzicía en cuestión de 24 horas, para controlar esta sublevación. Todo esto nos remite a la historia colonial en donde matar indios es tan fácil, en un país como el nuestro.

Quiero concluir diciendo que entiendo el levantamiento de Patzicía como un hecho no aislado, sino conectado a los levantamientos ocurridos durante los primeros años de la colonia, cuando muchos pueblos huyeron hacia las montañas, fuera del alcance de la corona y de la imposición del tributo. El levantamiento de Patzicía también está hilado con aquellas series de levantamientos o sublevaciones como la ocurrida en Quetzaltenango, en «Chuwimeq’ena’» (Totonicapán) o, en la región Q’eqchi’ durante la primera parte del siglo XIX, como un reclamo histórico ante los sistemas de control y sometimiento estructurados desde el Estado y el poder local. Y también está hilado, con todo lo acontecido en la segunda parte del siglo XX durante los años del conflicto armado interno (1960-1996), en donde la ocupación del ejército en las comunidades tuvo una fuerte presencia en acciones que se unen claramente a las líneas del genocidio en Guatemala. Esta represión y estos sistemas de dominación se han dirigido hacia los cuerpos, la vida, las comunidades, el territorio, es decir, hacia los medios en que se reproduce la vida comunal de los pueblos indígenas. Como ha planteado Edgar Esquit en esta mesa redonda, el genocidio ha tomado un papel importante en los procesos de dominación.

Así pues, vamos a continuar conversando.

[1] Lenton, D. «Apuntes en torno a la aplicabilidad del concepto de genocidio en la historia de las relaciones entre el estado argentino y los pueblos originarios». En: Prácticas genocidas y violencia estatal en perspectivas transdiciplinar. Argentina: IIDyPCa-CONICET, 2014, pp. 32-51.


Nota: Este artículo fue publicado íntegramente en el libro Pueblos Originarios frente al racismo. 500 años de lucha anticolonial en defensa de nuestros territorios» (2024).

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